viernes, 3 de diciembre de 2010

El general

Es difícil decir de qué trata El General, documental de Natalia Almada, bisnieta de Plutarco Elías Calles. El espectador sagaz intuiría: sobre la figura que anuncia el cartel de la película. Pero es más complicado que eso. Sí, en el fondo se esboza la sombra del personaje que presidió a la nación de 1924 a 1928. No obstante, en la superficie hay toda clase de referencias, tan disparatadas como heterogéneas. En la cinta conviven imágenes de Calles, acompañadas por la endeble voz de su hija, con estampas del México de la década de los veinte y treinta, así como con siluetas de vendedores ambulantes de la actualidad, escenas de la controversia desatada por las elecciones presidenciales de 2006, entrevistas con taxistas y comerciantes, secuencias de películas como Si yo fuera diputado, protagonizada por Cantinflas, o ¡Qué viva México! de Serguéi Eisenstein, o grabaciones de casas derrumbadas en Tepito, en la ciudad de México, entre muchas otras. Todo cabe en este documental. Sin embargo, la selección no es lo más grave, sino la forma y el propósito con que se utiliza. Las escenas intentan, sin éxito, vincular el pasado con el presente. Así, para Almada el territorio nacional de hoy es prácticamente el mismo que el de hace 80 años. Por ello pueden equipararse las demandas de los pueblos de ambas épocas. La voz narrativa, la de la propia autora, es inexacta: en un momento menciona que su bisabuelo, junto a Villa, Zapata, Obregón y otros, luchaban por acabar con 30 años de dictadura. ¿Realmente peleaban por eso? La cinta tiene otras fisuras, como la música, que no establece un diálogo con las imágenes que estimule la interpretación del espectador. Por películas como ésta dan ganas de que el cine mexicano no exista.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

Biutiful*

Hagamos un ejercicio. Sintonicemos una telenovela, cerremos los ojos. ¿Entendemos la historia? Sí, el género televisivo utiliza las imágenes como mera ilustración de lo que los personajes dicen con palabras. Probemos con Biutiful. El resultado es el mismo. Salvo por las primeras dos secuencias (las manos en la penumbra, el encuentro en la nieve) y la final (el desdoblamiento del protagonista), la película más reciente de Alejandro González Iñárritu (México DF, 1963) es incapaz de producir sentido o de estimular la imaginación del espectador. Uxbal (Javier Bardem) es un hombre vinculado a la economía negra de Barcelona. Tiene dos hijos, una mujer inestable, la capacidad de hablar con los muertos. Y cáncer. Elogiado, a veces inexplicablemente, por películas como Amores perros (2000), 21 gramos (2003) y Babel (2006), todas proyectadas en festivales relevantes, el director mexicano es incapaz de construir una narrativa sólida. Los pasajes de Biutiful son confusos. Sobre todo el que ocurre en el bar, que inicia con un plano secuencia visualmente atractivo pero sin sentido dentro del conjunto: en ese videoclip no importa el diálogo multidisciplinario entre las imágenes y el sonido. Por lo demás, la magnífica fotografía de Rodrigo Prieto es desaprovechada: retrata superficialmente un problema como el de la inmigración.
*La Tempestad 75. Noviembre-diciembre, 2010


miércoles, 24 de noviembre de 2010

La mirada invisible

Muestra Internacional de Cine

Las crisis políticas, las guerras y las dictaduras son temas llamativos para el cine. Sin embargo, las películas que han abordado la dictadura militar argentina, que inició en 1976 y terminó en 1983, han sido relativamente pocas y mucho menos las que lo han hecho desde un punto de vista crítico o reflexivo. (Existe un caso patético, por cierto, Imaginando Argentina de Christopher Hampton, en el que Antonio Banderas interpreta a un escritor que gracias a un talento sobrenatural puede ver el destino de algunos desaparecidos.) Por fortuna, La mirada invisible de Diego Lerman es una de esas escasas excepciones. Marita (Julieta Zylberberg) es una joven que trabaja en una escuela para adolescentes. El instituto se convierte en una muestra de la represión que el país sudamericano sufrió en aquel período. Para los alumnos está prohibido imaginar, vestir con prendas ajenas al uniforme o atender a sus instintos emocionales. Para los profesores también. La protagonista desarrolla sus acciones en tres espacios fundamentalmente: la escuela, su casa y el metro que la lleva de un lugar a otro. En el primero exhibe un gusto genuino por uno de los alumnos. Pero al mismo tiempo mantiene una tensa relación con su jefe inmediato. En el segundo convive con su madre y su abuela; la figura masculina está ausente. (La mirada invisible está basada en el libro Ciencias morales de Martín Kohan en la que sí existe una figura varonil: el hermano de Marita. El hecho de que éste haya desaparecido de la cinta ofrece nuevos caminos de sentido e interpretación.) La mayor parte del filme la cámara se apega a su objeto de estudio, el personaje principal, a través de tomas cerradas, close-ups o planos medios. Existe, sin embargo, una escena abierta representativa: aquella en la que se mira desde lo alto el patio del instituto. El lugar donde las personas deberían realizar actividades recreativas es un sitio frío, inmenso y vacío por donde la protagonista transita sola. En la medida que el relato se desarrolla Marita contiene sus impulsos sexuales y los transforma en actos violentos y sórdidos: espía a los hombres en el baño, desde la cabina del retrete, mientras se masturba. El largometraje de Lerman ofrece una afilada crítica a la enaltación exacerbada de los nacionalismos. El final deja una huella dolorosa e irremediable en el personaje principal. Justo como le sucedió a la sociedad argentina.

Copia fiel

Muestra Internacional de Cine

La siguiente afirmación es falsa.
La afirmación antecedente es verdadera.

Este bucle extraño ilustra la estructura del filme más reciente de Abbas Kiarostami. Un hombre inglés promociona en Italia su libro sobre los originales y las copias en las obras de arte. Una mujer (interpretada maravillosamente por Juliette Binoche) lo invita a salir para conocerlo. Repentinamente el encuentro da un vuelco y lo que parecía un primer acercamiento entre dos personas se convierte en la escena de una pareja que ha estado junta por casi 20 años. El recurso que utiliza Kiarostami funciona de la siguiente manera: las historias por separado son inofensivas, pero en conjunto adquieren un valor significativo. ¿Cuál de los pasajes es el verdadero, aquel en el que Binoche quiere conocer al ensayista o aquel donde, efectivamente, es la mujer de él? La respuesta no importa. Lo relevante es que el director iraní dibuja con maestría, y ante los ojos del espectador, una espiral -comparable al bucle que da inicio a este apunte y a la pintura Manos dibujando de M. C. Escher (ejemplos tomados del libro Gödel, Escher, Bach: un eterna espiral dorada de Douglas Hofstadter)- que no sólo se convierte en un experimento narrativo, sino en un comentario sobre conceptos como la repetición, la originalidad, el presente y el pasado y la trascendencia que éstos cobran dentro de una relación amorosa. Lo mismo que en las piezas artísticas. Otro punto a tomar en cuenta. En la primera historia, cuando los personajes se desconocen entre sí, el hombre habla inglés únicamente. Ella, por el contrario, puede comunicarse en ese idioma y además en francés, su lengua materna, e italiano, que aprendió luego de vivir diez años en Italia. En la segunda historia el personaje masculino tiene las mismas facultades lingüísticas que ella. De hecho, cuando entablan una conversación afable lo hacen en francés. En cambio cuando discuten cada quien habla su idioma de origen. El uso de las lenguas cambia según el estado de ánimo de los protagonistas. La parte final del filme arroja un elemento significativo para que la espiral inicie un nuevo movimiento ascendente: la hora de partida del personaje masculino es la misma en la primera y la segunda historias. El espectador está ante el punto donde se origina la paradoja. Un filme fascinante.

lunes, 22 de noviembre de 2010

Casa del Cine

Inauguraron la Casa del Cine en el Centro Histórico de la ciudad de México. Aquí la nota:

http://www.proceso.com.mx/rv/modHome/detalleExclusiva/85631

viernes, 19 de noviembre de 2010

Bowie y sus dobles*

1. 5:15. ¿Es éste el lugar? Todo está muerto, oculto. Una cabaña se encuentra debajo de la cima. De pronto, un hombre delgado y blanco que viene de las estrellas aparece vestido con una gabardina oscura. Lo que percibimos es el sonido de sus botas chocando con la arena de las montañas. Un poco más adelante entra en una casa. En ella mantiene una conversación con otro hombre. Close-up. Nuestro starman es enfocado. Uno de sus ojos es marrón, el otro azul.

Se trata de la escena con la que David Bowie debutó como actor de cine, en la película
El hombre que cayó a la Tierra (1976), de Nicolas Roeg. Curiosamente ese personaje, llamado Thomas Jerome Newton, tiene la misma fascinación por la electricidad que el científico Tesla, su más reciente interpretación en El gran truco (2006), de Christopher Nolan.

2. La capacidad histriónica de Bowie se reveló con anterioridad a su primera incursión cinematográfica. Su rostro, al igual que su nombre, ha servido de molde a múltiples personalidades. Todas ellas complejas y a la vez fascinantes. Su figura, espigada como la de un Quijote triste, se confunde lo mismo con un vampiro cuya vida se desvanece en menos de 24 horas
como John en El ansia, de Tony Scott que con un prisionero de guerra muerto por insolación como el mayor Jack Celliers en Feliz Navidad señor Lawrence (1983), de Nagisa Oshima o con un científico perturbado, obsesionado con el poder de la energía eléctrica y la posibilidad de la teletransportación humana como el ya mencionado Tesla en El gran truco. Así, Bowie ha encarnado a lo largo de su vida a un personaje clásico, casi tan emblemático como algunos de los protagonistas de los relatos surgidos en las corrientes alemanas del romanticismo en la literatura o del expresionismo en el cine. El Doppelgänger, tal cual.

Todo comenzó con una pelea estudiantil. David Robert Jones
tenía 14 años y aún no portaba el nombre de David Bowie recibió un puñetazo de uno de sus compañeros, George Underwood (donosamente uno de sus amigos actuales, colaborador en los diseños de portada de algunos de sus discos, como Hunky Dory, de 1971). El impacto tuvo lugar justo en el ojo izquierdo, en el que quedó dañado para siempre el esfinter, lo que provocó la dilatación de la pupila y, en consecuencia, un cambio irreversible de color. A partir del accidente, como si el resto del cuerpo exigiera también transformaciones, una serie de alter egos comenzó a desprenderse de la efigie de Bowie: Ziggy Stardust, Aladdin Sane, The Thin White Duke... Algunos se arraigaron tanto en él que le resultó difícil deshacerse de ellos. En el cine ha ocurrido algo parecido: cuando vemos un personaje interpretado por Bowie, notamos que en el artista inglés opera una especie de mimetización espectral, como si se tratara de una faceta más de la figura principal, él mismo.

3. Sus caracterizaciones no necesariamente han aparecido en películas destacadas. No obstante, algunas de ellas se han convertido en verdaderas obras de culto debido en gran parte a su presencia. En Zoolander (2001), cinta protagonizada por Ben Stiller que cuenta las andanzas de una estrella masculina del modelaje, por ejemplo, Bowie interpretándose a sí mismo cual insignia del diseño de autor (recordemos sus apariciones en alfombras rojas portando trajes de alta costura) interviene en una escena como juez de una batalla callejera entre dos modelos que se disputan el título a la mejor imagen del año. El filme es una suerte de parodia de la cultura del espectáculo que, con la participación de Bowie, agrega una alusión significativa tanto a ese mundo como al escenario cinematográfico. De esta manera, el universo que Bowie ha conformado se sitúa en el límite que separa la realidad de la ficción, donde habitan de igual forma personajes como los freaks de la cinta homónima de Tod Browning –referidos en la estética visual y las letras del disco Diamond Dogs, de 1972 que seres extravagantes y geniales como Andy Warhol –a quien Bowie intrepreta en Basquiat (1996), de Julian Schnabel.

Bowie, sin embargo, también ha trabajado en filmes sobresalientes: para Martin Scorsese interpretó a Poncio Pilatos en
La última tentación de Cristo (1988); junto a David Lynch construyó a Philippe Jeffries en Twin Peaks: Fire Walk With Me (1992); colaboró con Christopher Nolan en El gran truco. Su intervención en esos filmes tuvo una duración temporal relativamente escasa. Sin embargo, cada uno de esos papeles funcionó como una especie de ojo que mira a través de la cerradura. Así, en La última tentación de Cristo Bowie no sólo encarna una de las figuras fundamentales en el relato de la crucifixión de Jesús –Pilatos es quien lo condena a muerte–, sino que a partir de su participación la cinta ofrece su mejor aporte: la posibilidad de que Cristo abandone la misión de morir por los hombres y, por el contrario, elija la vida terrenal, una mujer, hijos. En Twin Peaks su aparición es de apenas dos minutos: un soliloquio aparentemente incongruente en la voz de Jeffries desata una cadena de hechos violentos que configura el mundo onírico de Lynch. La figura de Bowie no sólo es la llave que cambia la dirección inicial de la historia sino también el elemento que revoluciona la narrativa del filme del director estadounidense. Por su parte, el sujeto que encarna en El gran truco es el de un hombre que existió en realidad, Nikola Tesla, que se situó como uno de los grandes oponentes de Thomas Alba Edison. En la cinta se retoman los experimentos que realizó con energía eléctrica, pero se agrega una invención propia de la figura bowieana: una máquina productora de dobles. No de manera alegórica sino tangible. Un artefacto capaz de crear auténticos clones. Ese instrumento es parte fundamental de la trama de la película. De este modo, las cintas en las que Bowie tiene apariciones dibujan, con movimientos espirales, figuras que se debaten entre lo real y lo ficticio, entre lo groteso y lo sutil.

4. La escalera que conduce al piso inferior desemboca en el inicio de una nueva escalera. El piso y el techo se confunden. No hay un arriba o un abajo. Los pasillos son auténticas paradojas que, entrelazadas, no tienen principio ni fin. Todo es infinito. En ese escenario
–basado en la pintura Relatividad (1953) del holandés M. C. Escher– Bowie consigue una de sus actuaciones más logradas. La escena pertenece a Laberinto (1986), de Jim Henson. En ella juega el rol de Jareth, el rey de los duendes. No hay mucho que agregar. Es capaz de encarnar, con maestría –y sobre todo con autenticidad–, a cualquier personaje, recurriendo lo mismo a la mímica aprendida a Marcel Marceau que a la voz esculpida por sí mismo. Siempre y cuando esta creación, claro, pertenezca a uno de los mundos que habita. Todo visto a través del ojo izquierdo. 5:15. ¿Es éste el lugar? Aún no lo sé.

*Este texto fue publicado en la edición 55 de La Tempestad, dentro del dossier
"Las mutaciones de David Bowie". Volumen 9, julio-agosto de 2007


jueves, 18 de noviembre de 2010

El hijo de Babilonia

La caída del régimen de Saddam Hussein ha sido motivo de reflexión en distintas películas. Algunos ejemplos brillantes, que abordan el tema desde la perspectiva del pueblo kurdo, son Las tortugas pueden volar y Media Luna, ambas de Bahman Ghobadi. El hijo de Babilonia de Mohamed Al-Daradji se inscribe en este contexto. Un niño y su abuela inician un viaje a Irak para encontrar a un ser querido, papá del primero e hijo de la segunda, que fue encarcelado en Bagdad. El desierto es el primero de muchos obstáculos que tienen que librar. No obstante, la esperanza deviene desilusión y lo que comienza como un trayecto optimista se convierte en un pesaroso recorrido: abuela y nieto intentan encontrar los restos de su familiar luego de saber que probablemente éste murió años antes. El filme refleja las complejidades por las que atraviesa el pueblo kurdo. El ritmo moroso de la cinta coincide con los sentimientos de los protagonistas. El desierto es una metáfora de la angustia y la desolación. La película contiene excelentes pasajes visuales, como la secuencia final, donde el ocaso del firmamento se apodera de la vida del niño. El hijo de Babilonia se presentó en el pasado Festival Internacional de Cine de Morelia.

miércoles, 17 de noviembre de 2010

La leyenda del tío Boonmee

Dentro de la 52 Muestra Internacional de Cine de la Cineteca Nacional se presentó la cinta ganadora del pasado Festival de Cine de Cannes: La leyenda del tío Boonmee (Loong Boonmee raleuk chat). Apichatpong Weerasethakul construye un relato contemplativo en el que el personaje principal vive sus últimos días al lado de su esposa e hijo, ambos entes fantasmales que aparecen sorpresivamente. La muerte no se aborda desde una perspectiva trágica, sino como un pasaje de transición entre distintos estados. Visualmente el filme tiene momentos sobresalientes, como el que ocurre en la cueva, cuando Boonmee está a punto de morir. Allí, el protagonista menciona: "Aquí nací hace mucho tiempo. No recuerdo si era un animal, una niña o un niño". O cuando una mujer ve su reflejo en el agua y es poseída por un ser divino en forma de pez. La muerte es también la oportunidad de conseguir la juventud eterna. El director tailandés expone una afilada crítica al modernismo a través de un giro de 180 grados en la película: el ambiente místico se convierte repentínamente en un escenario artificial y frío. El verde de la Naturaleza se difumina y en su lugar aparecen sobres colmados de dinero. El desenlace muestra una imagen perturbadora: los personajes se desdoblan y ven a sus otros yo. Sin embargo, no pueden entablar comunicación con ellos; pertenecen a un universo extraño del que, potencialmente, no podrán escapar.

martes, 17 de agosto de 2010

El instante que se desvanece*

Se trata de pronunciar una palabra cuyos efectos,

en la existencia, pueden ser prácticamente infinitos.

Alain Badiou

El presente –la síntesis originaria que versa sobre la repetición de los instantes (Deleuze), un tiempo entre dos tiempos, un fragmento de la realidad (Barthes)– es el tiempo del amor. El amor –la innovación incesante del riesgo y la aventura contra la seguridad y la comodidad, la experimentación del mundo a través de la diferencia (Badiou), la transferencia imposible de significados (Barthes)–, sin embargo, solamente puede pensarse en pasado, en forma de relato, a través de un recuerdo, una novela, una pieza teatral, un filme… Los primeros tres largometrajes –Reconstrucción (2003), Allegro (2005) y Offscreen (2006)– del director danés Christoffer Boe giran alrededor de esta idea y reflexionan sobre la condición del amor: un instante que se desvanece.

En Elogio del amor, conversación entre Alain Badiou y Nicolas Truong sostenida en 2009, el filósofo francés habla de un encuentro fortuito, del momento en que el sujeto asume que el mundo puede entenderse desde la diferencia y no sólo desde la identidad. Pero para que eso suceda es necesario abolir el azar y reinventar el presente, de manera permanente. Los protagonistas de las películas de Boe (Rungsted Kyst, 1974) intuyen lo primero pero, impedidos para lo segundo, habitan un mundo en el que realidad y ficción se confunden. Atrapados en los laberintos de la memoria, intentan reconstruir lazos sentimentales, regresar al pasado para explicarse la ausencia de la amada o reproducir hasta el infinito un presente imposible en el que se mantienen a su lado. No hay, sin embargo, sincronía. Pierden la razón.

El primer largometraje del cineasta es un ensayo sobre el amor que reincide en su procedimiento constructivo. Alex (Nikolaj Lie Kaas), fotógrafo, es el novio de una joven rubia, Simone. Una tarde descubre un rostro misterioso que, al mismo tiempo, le resulta conocido. Aimee es la esposa de un famoso escritor que viaja a Dinamarca para promocionar su libro más reciente. Ambas mujeres son encarnadas por la encantadora Maria Bonnevie. (El doble femenino, como sucede en Por el lado oscuro del camino de David Lynch con Renee y Alice, interpretadas por Patricia Arquette, anuncia la transformación del deseo producida por un objeto amoroso que es, simultáneamente, él mismo y lo otro.) El personaje principal de la cinta se acerca a la desprendida Aimee y deja atrás a Simone. A partir de entonces su vida se convierte en un relato que se desmorona exponencial e irreversiblemente. Para representar el suceso, Boe muestra una secuencia en la que la silueta de Alex cae precipitadamente en un escenario que tiene como fondo los fotogramas de una película: el desmoronamiento se efectúa paralelamente en la historia y en el filme.

Los protagonistas de la cinta son marionetas que el creador (una sigilosa voz omnisciente) manipula a placer arrebatándoles recuerdos, alterando sus sentimientos, reordenando el espacio en el que se desenvuelven. En un instante, la película subvierte la historia principal y ofrece una bifurcación: Aimee intenta escapar a Roma con Alex, su amante. Simone desconoce a su novio, pero cuando se encuentra de nuevo con él queda prendada. Mientras tanto August, el escritor, esboza una novela en la que los protagonistas son animados audiovisualmente. El resultado de este mecanismo –un puente entre el discurso y la historia– es precisamente lo que el espectador de Reconstrucción está presenciando.

En Fragmentos de un discurso amoroso (1977), Roland Barthes afirma que el olvido significa pensar en alguien y despertar constantemente del olvido: «sin olvido no hay vida posible». La reconstrucción de la historia amorosa en la que Alex participa es un ensayo ininterrumpido donde las personas que lo rodean desestiman el pasado. El personaje sufre un desorden de percepción temporal del que no logra desprenderse: no puede vivir porque no puede olvidar, y queda atrapado en un territorio al que también pertenecen Zetterstrøm y Nicolas, personajes de Allegro y Offscreen, respectivamente.

La segunda película de Boe materializa geográficamente su concepción espaciotemporal del amor. El presente y el pasado se fusionan, creando un horizonte nebuloso. Zetterstrøm (Ulrich Thomsen), un pianista que olvidó su relación con Andrea (Helena Christensen), regresa a Copenhague para ofrecer un concierto. Ahí descubre que, debido a una explosión, una parte de la ciudad denominada la Zona se ha vuelto inaccesible. Dentro se encuentran sus recuerdos, sus sentimientos. Como Reconstrucción, Allegro utiliza un narrador ubicuo para contar una historia que se reconstruye en la medida que la cinta avanza. La voz omnipresente, que proviene de un personaje que inesperadamente se presenta con Zetterstrøm, lo obliga, con ayuda de un hombre en silla de ruedas, a recordar a Andrea sin recurrir a flashbacks. Utiliza en cambio una cadena de imágenes formada por situaciones fragmentadas de la historia amorosa que se insertan en la película, haciendo del presente la consecuencia de un pasado que, potencialmente, nunca existió. O tal vez sí.

La Zona es una imagen. Una pantalla impenetrable. El espacio en el que Zetterstrøm ha guardado sus recuerdos, pero también en el que Boe proyecta su universo. En una secuencia dentro de ese espacio, el protagonista perdido de Allegro tropieza con Alex, de Reconstrucción, y entabla con él una enrarecida conversación. Ninguno sabe adónde ir. El amor los ha extraviado.

El término allegro designa la velocidad de una obra. Aunque su uso es casi exclusivamente musical –de ahí su relación con la profesión del personaje–, Boe lo utiliza como metáfora de un vínculo temporal complejo, que relaciona el ritmo de la cinta con el de la historia de Zetterstrøm y Andrea. Pero el danés no recurre al artificio de una edición vertiginosa, prefiere un montaje que obedece a la cadencia del protagonista.

Barthes menciona que «la fuerza amorosa no puede transferirse, ponerse en manos de un Interpretador; ahí queda, en estado de lenguaje, encantada, intratable». Así, el enamorado es el emisor-destinatario de un mensaje. ¿Un loco? Alex y Zetterstrøm, actores de un relato inacabado y en continua reestructuración, son los actores de un ser todopoderoso (acaso el narrador modelo que describe Umberto Eco en Seis paseos por los bosques narrativos, el que se acerca al receptor para decirle que no está ante una historia real sino frente a un episodio imaginario que él manipula) que los enfrenta a una disyuntiva: recobrar los recuerdos –y por ende el dolor– a cambio de retener el amor perdido u olvidar y mantenerse en la nada.

El desenlace de las historias de los primeros dos filmes de Boe es desolador. El enamorado –Alex o Zetterstrøm– no halla un espacio propio. Su discurso amoroso destruye un mundo a la vez ficcional y real, sus emociones hacen eco de uno de los Fragmentos de Barthes: «Dirijo sin cesar al ausente el discurso de su ausencia; situación en suma inaudita; el otro está ausente como referente, presente como alocutor. De esta distorsión singular, nace una suerte de presente insostenible; estoy atrapado entre dos tiempos, el tiempo de la referencia y el tiempo de la alocución». El enamorado emite un mensaje para una persona ausente. El presente, de nuevo, existe apenas como nube intangible.

Offscreen es a la vez el ejercicio más complejo y el menos logrado de Boe. Nicolas Bro, homónimo del actor danés que lo encarna (el director distorsiona la historia para simular su pertenencia a la realidad; él mismo aparece en la película), que participó en Reconstrucción y Allegro, adquiere una cámara de video y graba los últimos momentos de su relación con Lene Maria Christensen, que también se interpreta a sí misma. La cinta cobra vida con este dispositivo, el espectador solamente observa las imágenes que contiene. Luego de la ruptura, Nicolas se convierte en el director de su propia cinta y recrea el pasado con la ayuda de Trine Dyrholm (un nuevo doble de la mujer), que representa a Lene Maria. El personaje masculino es el resultado final del experimento de Boe sobre la figura del autor. Si en Reconstrucción es encarnada por la voz de August, un escritor que además participa del relato, y en Allegro por un ser extraño auxiliado por un hombre en silla de ruedas, en Offscreen no hay ya agentes exteriores que ayuden al protagonista a construir la trama de su destrucción. El enamorado es el dueño de su discurso. Sin embargo, la conclusión es catastrófica: Nicolas registra obsesivamente el desenlace de su relación con Lene Maria y termina convirtiéndose en un asesino serial que graba cada una de sus acciones.

En Elogio del amor, Jean-Luc Godard –como Badiou en la conversación homónima (que tomó su título de la película)– concibe el amor como un proyecto que debe reestructurarse ininterrumpidamente. Christoffer Boe, quien a su vez se apropió de algunas ideas de esa película (por ejemplo la escena que abre y cierra Reconstrucción, donde un mago anuncia a través de la prestidigitación el desconcierto amoroso), entiende que en el amor este propósito es imposible. Alex, Zetterstrøm y Nicolas son figuras que luchan por apresar un discurso que se disuelve; cuando logran hacerlo –eventualmente en los primeros dos casos, plenamente en el tercero– pierden la oportunidad de mantenerse junto al ser amado.

Si el presente es el tiempo del amor, ¿cómo abordarlo si desaparece, si se vuelve inaccesible? Acaso Boe apunta en la misma dirección que Barthes: «Sé entonces lo que es el presente, ese tiempo difícil: un mero fragmento de la angustia».•

*Este texto fue publicado en la edición 73 de la revista La Tempestad. Julio-agosto, 2010