Es difícil decir de qué trata El General, documental de Natalia Almada, bisnieta de Plutarco Elías Calles. El espectador sagaz intuiría: sobre la figura que anuncia el cartel de la película. Pero es más complicado que eso. Sí, en el fondo se esboza la sombra del personaje que presidió a la nación de 1924 a 1928. No obstante, en la superficie hay toda clase de referencias, tan disparatadas como heterogéneas. En la cinta conviven imágenes de Calles, acompañadas por la endeble voz de su hija, con estampas del México de la década de los veinte y treinta, así como con siluetas de vendedores ambulantes de la actualidad, escenas de la controversia desatada por las elecciones presidenciales de 2006, entrevistas con taxistas y comerciantes, secuencias de películas como Si yo fuera diputado, protagonizada por Cantinflas, o ¡Qué viva México! de Serguéi Eisenstein, o grabaciones de casas derrumbadas en Tepito, en la ciudad de México, entre muchas otras. Todo cabe en este documental. Sin embargo, la selección no es lo más grave, sino la forma y el propósito con que se utiliza. Las escenas intentan, sin éxito, vincular el pasado con el presente. Así, para Almada el territorio nacional de hoy es prácticamente el mismo que el de hace 80 años. Por ello pueden equipararse las demandas de los pueblos de ambas épocas. La voz narrativa, la de la propia autora, es inexacta: en un momento menciona que su bisabuelo, junto a Villa, Zapata, Obregón y otros, luchaban por acabar con 30 años de dictadura. ¿Realmente peleaban por eso? La cinta tiene otras fisuras, como la música, que no establece un diálogo con las imágenes que estimule la interpretación del espectador. Por películas como ésta dan ganas de que el cine mexicano no exista.
Kino
viernes, 3 de diciembre de 2010
miércoles, 1 de diciembre de 2010
Biutiful*
Hagamos un ejercicio. Sintonicemos una telenovela, cerremos los ojos. ¿Entendemos la historia? Sí, el género televisivo utiliza las imágenes como mera ilustración de lo que los personajes dicen con palabras. Probemos con Biutiful. El resultado es el mismo. Salvo por las primeras dos secuencias (las manos en la penumbra, el encuentro en la nieve) y la final (el desdoblamiento del protagonista), la película más reciente de Alejandro González Iñárritu (México DF, 1963) es incapaz de producir sentido o de estimular la imaginación del espectador. Uxbal (Javier Bardem) es un hombre vinculado a la economía negra de Barcelona. Tiene dos hijos, una mujer inestable, la capacidad de hablar con los muertos. Y cáncer. Elogiado, a veces inexplicablemente, por películas como Amores perros (2000), 21 gramos (2003) y Babel (2006), todas proyectadas en festivales relevantes, el director mexicano es incapaz de construir una narrativa sólida. Los pasajes de Biutiful son confusos. Sobre todo el que ocurre en el bar, que inicia con un plano secuencia visualmente atractivo pero sin sentido dentro del conjunto: en ese videoclip no importa el diálogo multidisciplinario entre las imágenes y el sonido. Por lo demás, la magnífica fotografía de Rodrigo Prieto es desaprovechada: retrata superficialmente un problema como el de la inmigración.
*La Tempestad 75. Noviembre-diciembre, 2010
miércoles, 24 de noviembre de 2010
La mirada invisible
Muestra Internacional de Cine
Las crisis políticas, las guerras y las dictaduras son temas llamativos para el cine. Sin embargo, las películas que han abordado la dictadura militar argentina, que inició en 1976 y terminó en 1983, han sido relativamente pocas y mucho menos las que lo han hecho desde un punto de vista crítico o reflexivo. (Existe un caso patético, por cierto, Imaginando Argentina de Christopher Hampton, en el que Antonio Banderas interpreta a un escritor que gracias a un talento sobrenatural puede ver el destino de algunos desaparecidos.) Por fortuna, La mirada invisible de Diego Lerman es una de esas escasas excepciones. Marita (Julieta Zylberberg) es una joven que trabaja en una escuela para adolescentes. El instituto se convierte en una muestra de la represión que el país sudamericano sufrió en aquel período. Para los alumnos está prohibido imaginar, vestir con prendas ajenas al uniforme o atender a sus instintos emocionales. Para los profesores también. La protagonista desarrolla sus acciones en tres espacios fundamentalmente: la escuela, su casa y el metro que la lleva de un lugar a otro. En el primero exhibe un gusto genuino por uno de los alumnos. Pero al mismo tiempo mantiene una tensa relación con su jefe inmediato. En el segundo convive con su madre y su abuela; la figura masculina está ausente. (La mirada invisible está basada en el libro Ciencias morales de Martín Kohan en la que sí existe una figura varonil: el hermano de Marita. El hecho de que éste haya desaparecido de la cinta ofrece nuevos caminos de sentido e interpretación.) La mayor parte del filme la cámara se apega a su objeto de estudio, el personaje principal, a través de tomas cerradas, close-ups o planos medios. Existe, sin embargo, una escena abierta representativa: aquella en la que se mira desde lo alto el patio del instituto. El lugar donde las personas deberían realizar actividades recreativas es un sitio frío, inmenso y vacío por donde la protagonista transita sola. En la medida que el relato se desarrolla Marita contiene sus impulsos sexuales y los transforma en actos violentos y sórdidos: espía a los hombres en el baño, desde la cabina del retrete, mientras se masturba. El largometraje de Lerman ofrece una afilada crítica a la enaltación exacerbada de los nacionalismos. El final deja una huella dolorosa e irremediable en el personaje principal. Justo como le sucedió a la sociedad argentina.
Las crisis políticas, las guerras y las dictaduras son temas llamativos para el cine. Sin embargo, las películas que han abordado la dictadura militar argentina, que inició en 1976 y terminó en 1983, han sido relativamente pocas y mucho menos las que lo han hecho desde un punto de vista crítico o reflexivo. (Existe un caso patético, por cierto, Imaginando Argentina de Christopher Hampton, en el que Antonio Banderas interpreta a un escritor que gracias a un talento sobrenatural puede ver el destino de algunos desaparecidos.) Por fortuna, La mirada invisible de Diego Lerman es una de esas escasas excepciones. Marita (Julieta Zylberberg) es una joven que trabaja en una escuela para adolescentes. El instituto se convierte en una muestra de la represión que el país sudamericano sufrió en aquel período. Para los alumnos está prohibido imaginar, vestir con prendas ajenas al uniforme o atender a sus instintos emocionales. Para los profesores también. La protagonista desarrolla sus acciones en tres espacios fundamentalmente: la escuela, su casa y el metro que la lleva de un lugar a otro. En el primero exhibe un gusto genuino por uno de los alumnos. Pero al mismo tiempo mantiene una tensa relación con su jefe inmediato. En el segundo convive con su madre y su abuela; la figura masculina está ausente. (La mirada invisible está basada en el libro Ciencias morales de Martín Kohan en la que sí existe una figura varonil: el hermano de Marita. El hecho de que éste haya desaparecido de la cinta ofrece nuevos caminos de sentido e interpretación.) La mayor parte del filme la cámara se apega a su objeto de estudio, el personaje principal, a través de tomas cerradas, close-ups o planos medios. Existe, sin embargo, una escena abierta representativa: aquella en la que se mira desde lo alto el patio del instituto. El lugar donde las personas deberían realizar actividades recreativas es un sitio frío, inmenso y vacío por donde la protagonista transita sola. En la medida que el relato se desarrolla Marita contiene sus impulsos sexuales y los transforma en actos violentos y sórdidos: espía a los hombres en el baño, desde la cabina del retrete, mientras se masturba. El largometraje de Lerman ofrece una afilada crítica a la enaltación exacerbada de los nacionalismos. El final deja una huella dolorosa e irremediable en el personaje principal. Justo como le sucedió a la sociedad argentina.
Copia fiel
Muestra Internacional de Cine
La siguiente afirmación es falsa.
La afirmación antecedente es verdadera.
Este bucle extraño ilustra la estructura del filme más reciente de Abbas Kiarostami. Un hombre inglés promociona en Italia su libro sobre los originales y las copias en las obras de arte. Una mujer (interpretada maravillosamente por Juliette Binoche) lo invita a salir para conocerlo. Repentinamente el encuentro da un vuelco y lo que parecía un primer acercamiento entre dos personas se convierte en la escena de una pareja que ha estado junta por casi 20 años. El recurso que utiliza Kiarostami funciona de la siguiente manera: las historias por separado son inofensivas, pero en conjunto adquieren un valor significativo. ¿Cuál de los pasajes es el verdadero, aquel en el que Binoche quiere conocer al ensayista o aquel donde, efectivamente, es la mujer de él? La respuesta no importa. Lo relevante es que el director iraní dibuja con maestría, y ante los ojos del espectador, una espiral -comparable al bucle que da inicio a este apunte y a la pintura Manos dibujando de M. C. Escher (ejemplos tomados del libro Gödel, Escher, Bach: un eterna espiral dorada de Douglas Hofstadter)- que no sólo se convierte en un experimento narrativo, sino en un comentario sobre conceptos como la repetición, la originalidad, el presente y el pasado y la trascendencia que éstos cobran dentro de una relación amorosa. Lo mismo que en las piezas artísticas. Otro punto a tomar en cuenta. En la primera historia, cuando los personajes se desconocen entre sí, el hombre habla inglés únicamente. Ella, por el contrario, puede comunicarse en ese idioma y además en francés, su lengua materna, e italiano, que aprendió luego de vivir diez años en Italia. En la segunda historia el personaje masculino tiene las mismas facultades lingüísticas que ella. De hecho, cuando entablan una conversación afable lo hacen en francés. En cambio cuando discuten cada quien habla su idioma de origen. El uso de las lenguas cambia según el estado de ánimo de los protagonistas. La parte final del filme arroja un elemento significativo para que la espiral inicie un nuevo movimiento ascendente: la hora de partida del personaje masculino es la misma en la primera y la segunda historias. El espectador está ante el punto donde se origina la paradoja. Un filme fascinante.
La siguiente afirmación es falsa.
La afirmación antecedente es verdadera.
Este bucle extraño ilustra la estructura del filme más reciente de Abbas Kiarostami. Un hombre inglés promociona en Italia su libro sobre los originales y las copias en las obras de arte. Una mujer (interpretada maravillosamente por Juliette Binoche) lo invita a salir para conocerlo. Repentinamente el encuentro da un vuelco y lo que parecía un primer acercamiento entre dos personas se convierte en la escena de una pareja que ha estado junta por casi 20 años. El recurso que utiliza Kiarostami funciona de la siguiente manera: las historias por separado son inofensivas, pero en conjunto adquieren un valor significativo. ¿Cuál de los pasajes es el verdadero, aquel en el que Binoche quiere conocer al ensayista o aquel donde, efectivamente, es la mujer de él? La respuesta no importa. Lo relevante es que el director iraní dibuja con maestría, y ante los ojos del espectador, una espiral -comparable al bucle que da inicio a este apunte y a la pintura Manos dibujando de M. C. Escher (ejemplos tomados del libro Gödel, Escher, Bach: un eterna espiral dorada de Douglas Hofstadter)- que no sólo se convierte en un experimento narrativo, sino en un comentario sobre conceptos como la repetición, la originalidad, el presente y el pasado y la trascendencia que éstos cobran dentro de una relación amorosa. Lo mismo que en las piezas artísticas. Otro punto a tomar en cuenta. En la primera historia, cuando los personajes se desconocen entre sí, el hombre habla inglés únicamente. Ella, por el contrario, puede comunicarse en ese idioma y además en francés, su lengua materna, e italiano, que aprendió luego de vivir diez años en Italia. En la segunda historia el personaje masculino tiene las mismas facultades lingüísticas que ella. De hecho, cuando entablan una conversación afable lo hacen en francés. En cambio cuando discuten cada quien habla su idioma de origen. El uso de las lenguas cambia según el estado de ánimo de los protagonistas. La parte final del filme arroja un elemento significativo para que la espiral inicie un nuevo movimiento ascendente: la hora de partida del personaje masculino es la misma en la primera y la segunda historias. El espectador está ante el punto donde se origina la paradoja. Un filme fascinante.
lunes, 22 de noviembre de 2010
Casa del Cine
Inauguraron la Casa del Cine en el Centro Histórico de la ciudad de México. Aquí la nota:
http://www.proceso.com.mx/rv/modHome/detalleExclusiva/85631
http://www.proceso.com.mx/rv/modHome/detalleExclusiva/85631
viernes, 19 de noviembre de 2010
Bowie y sus dobles*
1. 5:15. ¿Es éste el lugar? Todo está muerto, oculto. Una cabaña se encuentra debajo de la cima. De pronto, un hombre delgado y blanco que viene de las estrellas aparece vestido con una gabardina oscura. Lo que percibimos es el sonido de sus botas chocando con la arena de las montañas. Un poco más adelante entra en una casa. En ella mantiene una conversación con otro hombre. Close-up. Nuestro starman es enfocado. Uno de sus ojos es marrón, el otro azul.
Se trata de la escena con la que David Bowie debutó como actor de cine, en la película El hombre que cayó a la Tierra (1976), de Nicolas Roeg. Curiosamente ese personaje, llamado Thomas Jerome Newton, tiene la misma fascinación por la electricidad que el científico Tesla, su más reciente interpretación en El gran truco (2006), de Christopher Nolan.
2. La capacidad histriónica de Bowie se reveló con anterioridad a su primera incursión cinematográfica. Su rostro, al igual que su nombre, ha servido de molde a múltiples personalidades. Todas ellas complejas y a la vez fascinantes. Su figura, espigada como la de un Quijote triste, se confunde lo mismo con un vampiro cuya vida se desvanece en menos de 24 horas –como John en El ansia, de Tony Scott– que con un prisionero de guerra muerto por insolación –como el mayor Jack Celliers en Feliz Navidad señor Lawrence (1983), de Nagisa Oshima– o con un científico perturbado, obsesionado con el poder de la energía eléctrica y la posibilidad de la teletransportación humana –como el ya mencionado Tesla en El gran truco. Así, Bowie ha encarnado a lo largo de su vida a un personaje clásico, casi tan emblemático como algunos de los protagonistas de los relatos surgidos en las corrientes alemanas del romanticismo en la literatura o del expresionismo en el cine. El Doppelgänger, tal cual.
Todo comenzó con una pelea estudiantil. David Robert Jones –tenía 14 años y aún no portaba el nombre de David Bowie– recibió un puñetazo de uno de sus compañeros, George Underwood (donosamente uno de sus amigos actuales, colaborador en los diseños de portada de algunos de sus discos, como Hunky Dory, de 1971). El impacto tuvo lugar justo en el ojo izquierdo, en el que quedó dañado para siempre el esfinter, lo que provocó la dilatación de la pupila y, en consecuencia, un cambio irreversible de color. A partir del accidente, como si el resto del cuerpo exigiera también transformaciones, una serie de alter egos comenzó a desprenderse de la efigie de Bowie: Ziggy Stardust, Aladdin Sane, The Thin White Duke... Algunos se arraigaron tanto en él que le resultó difícil deshacerse de ellos. En el cine ha ocurrido algo parecido: cuando vemos un personaje interpretado por Bowie, notamos que en el artista inglés opera una especie de mimetización espectral, como si se tratara de una faceta más de la figura principal, él mismo.
Se trata de la escena con la que David Bowie debutó como actor de cine, en la película El hombre que cayó a la Tierra (1976), de Nicolas Roeg. Curiosamente ese personaje, llamado Thomas Jerome Newton, tiene la misma fascinación por la electricidad que el científico Tesla, su más reciente interpretación en El gran truco (2006), de Christopher Nolan.
2. La capacidad histriónica de Bowie se reveló con anterioridad a su primera incursión cinematográfica. Su rostro, al igual que su nombre, ha servido de molde a múltiples personalidades. Todas ellas complejas y a la vez fascinantes. Su figura, espigada como la de un Quijote triste, se confunde lo mismo con un vampiro cuya vida se desvanece en menos de 24 horas –como John en El ansia, de Tony Scott– que con un prisionero de guerra muerto por insolación –como el mayor Jack Celliers en Feliz Navidad señor Lawrence (1983), de Nagisa Oshima– o con un científico perturbado, obsesionado con el poder de la energía eléctrica y la posibilidad de la teletransportación humana –como el ya mencionado Tesla en El gran truco. Así, Bowie ha encarnado a lo largo de su vida a un personaje clásico, casi tan emblemático como algunos de los protagonistas de los relatos surgidos en las corrientes alemanas del romanticismo en la literatura o del expresionismo en el cine. El Doppelgänger, tal cual.
Todo comenzó con una pelea estudiantil. David Robert Jones –tenía 14 años y aún no portaba el nombre de David Bowie– recibió un puñetazo de uno de sus compañeros, George Underwood (donosamente uno de sus amigos actuales, colaborador en los diseños de portada de algunos de sus discos, como Hunky Dory, de 1971). El impacto tuvo lugar justo en el ojo izquierdo, en el que quedó dañado para siempre el esfinter, lo que provocó la dilatación de la pupila y, en consecuencia, un cambio irreversible de color. A partir del accidente, como si el resto del cuerpo exigiera también transformaciones, una serie de alter egos comenzó a desprenderse de la efigie de Bowie: Ziggy Stardust, Aladdin Sane, The Thin White Duke... Algunos se arraigaron tanto en él que le resultó difícil deshacerse de ellos. En el cine ha ocurrido algo parecido: cuando vemos un personaje interpretado por Bowie, notamos que en el artista inglés opera una especie de mimetización espectral, como si se tratara de una faceta más de la figura principal, él mismo.
3. Sus caracterizaciones no necesariamente han aparecido en películas destacadas. No obstante, algunas de ellas se han convertido en verdaderas obras de culto debido en gran parte a su presencia. En Zoolander (2001), cinta protagonizada por Ben Stiller que cuenta las andanzas de una estrella masculina del modelaje, por ejemplo, Bowie –interpretándose a sí mismo cual insignia del diseño de autor (recordemos sus apariciones en alfombras rojas portando trajes de alta costura)– interviene en una escena como juez de una batalla callejera entre dos modelos que se disputan el título a la mejor imagen del año. El filme es una suerte de parodia de la cultura del espectáculo que, con la participación de Bowie, agrega una alusión significativa tanto a ese mundo como al escenario cinematográfico. De esta manera, el universo que Bowie ha conformado se sitúa en el límite que separa la realidad de la ficción, donde habitan de igual forma personajes como los freaks de la cinta homónima de Tod Browning –referidos en la estética visual y las letras del disco Diamond Dogs, de 1972– que seres extravagantes y geniales como Andy Warhol –a quien Bowie intrepreta en Basquiat (1996), de Julian Schnabel.
Bowie, sin embargo, también ha trabajado en filmes sobresalientes: para Martin Scorsese interpretó a Poncio Pilatos en La última tentación de Cristo (1988); junto a David Lynch construyó a Philippe Jeffries en Twin Peaks: Fire Walk With Me (1992); colaboró con Christopher Nolan en El gran truco. Su intervención en esos filmes tuvo una duración temporal relativamente escasa. Sin embargo, cada uno de esos papeles funcionó como una especie de ojo que mira a través de la cerradura. Así, en La última tentación de Cristo Bowie no sólo encarna una de las figuras fundamentales en el relato de la crucifixión de Jesús –Pilatos es quien lo condena a muerte–, sino que a partir de su participación la cinta ofrece su mejor aporte: la posibilidad de que Cristo abandone la misión de morir por los hombres y, por el contrario, elija la vida terrenal, una mujer, hijos. En Twin Peaks su aparición es de apenas dos minutos: un soliloquio aparentemente incongruente en la voz de Jeffries desata una cadena de hechos violentos que configura el mundo onírico de Lynch. La figura de Bowie no sólo es la llave que cambia la dirección inicial de la historia sino también el elemento que revoluciona la narrativa del filme del director estadounidense. Por su parte, el sujeto que encarna en El gran truco es el de un hombre que existió en realidad, Nikola Tesla, que se situó como uno de los grandes oponentes de Thomas Alba Edison. En la cinta se retoman los experimentos que realizó con energía eléctrica, pero se agrega una invención propia de la figura bowieana: una máquina productora de dobles. No de manera alegórica sino tangible. Un artefacto capaz de crear auténticos clones. Ese instrumento es parte fundamental de la trama de la película. De este modo, las cintas en las que Bowie tiene apariciones dibujan, con movimientos espirales, figuras que se debaten entre lo real y lo ficticio, entre lo groteso y lo sutil.
4. La escalera que conduce al piso inferior desemboca en el inicio de una nueva escalera. El piso y el techo se confunden. No hay un arriba o un abajo. Los pasillos son auténticas paradojas que, entrelazadas, no tienen principio ni fin. Todo es infinito. En ese escenario –basado en la pintura Relatividad (1953) del holandés M. C. Escher– Bowie consigue una de sus actuaciones más logradas. La escena pertenece a Laberinto (1986), de Jim Henson. En ella juega el rol de Jareth, el rey de los duendes. No hay mucho que agregar. Es capaz de encarnar, con maestría –y sobre todo con autenticidad–, a cualquier personaje, recurriendo lo mismo a la mímica aprendida a Marcel Marceau que a la voz esculpida por sí mismo. Siempre y cuando esta creación, claro, pertenezca a uno de los mundos que habita. Todo visto a través del ojo izquierdo. 5:15. ¿Es éste el lugar? Aún no lo sé.
Bowie, sin embargo, también ha trabajado en filmes sobresalientes: para Martin Scorsese interpretó a Poncio Pilatos en La última tentación de Cristo (1988); junto a David Lynch construyó a Philippe Jeffries en Twin Peaks: Fire Walk With Me (1992); colaboró con Christopher Nolan en El gran truco. Su intervención en esos filmes tuvo una duración temporal relativamente escasa. Sin embargo, cada uno de esos papeles funcionó como una especie de ojo que mira a través de la cerradura. Así, en La última tentación de Cristo Bowie no sólo encarna una de las figuras fundamentales en el relato de la crucifixión de Jesús –Pilatos es quien lo condena a muerte–, sino que a partir de su participación la cinta ofrece su mejor aporte: la posibilidad de que Cristo abandone la misión de morir por los hombres y, por el contrario, elija la vida terrenal, una mujer, hijos. En Twin Peaks su aparición es de apenas dos minutos: un soliloquio aparentemente incongruente en la voz de Jeffries desata una cadena de hechos violentos que configura el mundo onírico de Lynch. La figura de Bowie no sólo es la llave que cambia la dirección inicial de la historia sino también el elemento que revoluciona la narrativa del filme del director estadounidense. Por su parte, el sujeto que encarna en El gran truco es el de un hombre que existió en realidad, Nikola Tesla, que se situó como uno de los grandes oponentes de Thomas Alba Edison. En la cinta se retoman los experimentos que realizó con energía eléctrica, pero se agrega una invención propia de la figura bowieana: una máquina productora de dobles. No de manera alegórica sino tangible. Un artefacto capaz de crear auténticos clones. Ese instrumento es parte fundamental de la trama de la película. De este modo, las cintas en las que Bowie tiene apariciones dibujan, con movimientos espirales, figuras que se debaten entre lo real y lo ficticio, entre lo groteso y lo sutil.
4. La escalera que conduce al piso inferior desemboca en el inicio de una nueva escalera. El piso y el techo se confunden. No hay un arriba o un abajo. Los pasillos son auténticas paradojas que, entrelazadas, no tienen principio ni fin. Todo es infinito. En ese escenario –basado en la pintura Relatividad (1953) del holandés M. C. Escher– Bowie consigue una de sus actuaciones más logradas. La escena pertenece a Laberinto (1986), de Jim Henson. En ella juega el rol de Jareth, el rey de los duendes. No hay mucho que agregar. Es capaz de encarnar, con maestría –y sobre todo con autenticidad–, a cualquier personaje, recurriendo lo mismo a la mímica aprendida a Marcel Marceau que a la voz esculpida por sí mismo. Siempre y cuando esta creación, claro, pertenezca a uno de los mundos que habita. Todo visto a través del ojo izquierdo. 5:15. ¿Es éste el lugar? Aún no lo sé.
*Este texto fue publicado en la edición 55 de La Tempestad, dentro del dossier
"Las mutaciones de David Bowie". Volumen 9, julio-agosto de 2007
"Las mutaciones de David Bowie". Volumen 9, julio-agosto de 2007
jueves, 18 de noviembre de 2010
El hijo de Babilonia
La caída del régimen de Saddam Hussein ha sido motivo de reflexión en distintas películas. Algunos ejemplos brillantes, que abordan el tema desde la perspectiva del pueblo kurdo, son Las tortugas pueden volar y Media Luna, ambas de Bahman Ghobadi. El hijo de Babilonia de Mohamed Al-Daradji se inscribe en este contexto. Un niño y su abuela inician un viaje a Irak para encontrar a un ser querido, papá del primero e hijo de la segunda, que fue encarcelado en Bagdad. El desierto es el primero de muchos obstáculos que tienen que librar. No obstante, la esperanza deviene desilusión y lo que comienza como un trayecto optimista se convierte en un pesaroso recorrido: abuela y nieto intentan encontrar los restos de su familiar luego de saber que probablemente éste murió años antes. El filme refleja las complejidades por las que atraviesa el pueblo kurdo. El ritmo moroso de la cinta coincide con los sentimientos de los protagonistas. El desierto es una metáfora de la angustia y la desolación. La película contiene excelentes pasajes visuales, como la secuencia final, donde el ocaso del firmamento se apodera de la vida del niño. El hijo de Babilonia se presentó en el pasado Festival Internacional de Cine de Morelia.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)